El Vaticano
Bernini, Bramante, Rafael Sanzio y Miguel Ángel (o lo que es lo mismo, las primeras espadas del Renacimiento y el Barroco) contribuyeron, entre otros muchos pintores, escultores y arquitectos, a erigir un estado que brilla con luz propia dentro del no menos espectacular centro histórico de Roma. Es tal el acervo patrimonial que el Vaticano concentra en sus 44 hectáreas de extensión que podríamos pasarnos varias jornadas admirando, estancia por estancia, su infinito repertorio de esculturas antiguas, joyas cartográficas y pinturas al fresco.
La via della Conciliazione, arteria levantada en tiempos de Mussolini, conecta el corazón de la capital romana con el estado papal, creando una perspectiva que induce al viajero a acelerar el paso hacia la majestuosa cúpula diseñada por Miguel Ángel Buonarroti. Al final de esta elegante avenida nos recibe la plaza de San Pedro, con su poco habitual forma elíptica y unos brazos, proyectados por Bernini, que abrazan simbólicamente a la cristiandad. El centro de la plaza lo ocupa un obelisco de 25 metros de altitud que fue traído desde Heliópolis —la antigua capital del Bajo Egipto— en la época del emperador Calígula.
Antes de ingresar a la basílica vale la pena detenerse en su fachada barroca, la cual fue encomendada a Carlo Maderno con la única condición de que no ensombreciera a la cúpula miguelangelesca; un hándicap que explica su tendencia a la horizontalidad.
Ya en el interior del templo, es inevitable no sentirse pequeño ante las dimensiones de sus naves, pilastras y bóvedas. Allí, además, se custodia La Pietà de Miguel Ángel, una de las obras escultóricas más famosas del planeta (situada actualmente tras un doble cristal antibalas a causa de un lamentable incidente que tuvo lugar en 1975, cuando un perturbado le propinó 15 martillazos al rostro de la Virgen) y el icónico baldaquino de Bernini, cuyas columnas salomónicas fueron realizadas con bronce proveniente del Panteón de Agripa.
En cuanto a la cúpula de San Pedro, hay muchas ubicaciones para admirarla (incluso desde una cerradura situada en lo alto del monte Aventino). Sin embargo, la mejor manera de experimentar su magnitud es subiendo a la misma, para, a medio camino, a la altura del tambor que la sustenta, asomarse a la barandilla y disfrutar de una perspectiva única del interior de la basílica. Eso sí, se trata de una experiencia no apta para personas con vértigo.
Finalmente, antes de entrar a los Museos Vaticanos aconsejamos valorar el tiempo del que se dispone y planificar bien la visita. Más que nada porque quien pretenda la osadía de verlo todo en una jornada se arriesga a padecer el denominado síndrome de Stendhal (también conocido como estrés del viajero o síndrome de Florencia), aquella enfermedad capaz de provocar mareos y taquicardias en personas que contemplan un número elevado de obras de gran belleza en un corto espacio de tiempo. En este sentido, lo mejor es priorizar y no marcharse sin ver, al menos, las esculturas de El Laocoonte y sus hijos y el Torso del Belvedere; el archiconocido fresco de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio; y la Capilla Sixtina, donde Miguel Ángel vertió toda su maestría pictórica para satisfacer el encargo del papa Julio II.