Mellah
El barrio de Mellah es un breve conjunto de calles emplazado a un paso de la medina, junto al monumental palacio de la Bahía. En la actualidad, los judíos que lo habitan no alcanzan el medio millar, sin embargo, entre los siglos XVI y XX dicho arrabal acogió a una de las comunidades hebreas más numerosas del país, engrosada fundamentalmente por los judíos que habían sido expulsados de la península ibérica y de otros territorios europeos.
Las crónicas señalan el año 1558 como la fecha fundacional de la comunidad y el momento el que empezó a erigirse el barrio. Asimismo, aseguran que los judíos fueron bien recibidos por los mandatarios locales al ver estos con buenos ojos la posibilidad de aprovechar sus habilidades artesanales, así como todos sus conocimientos en materia de matemáticas, medicina o comercio.
Así pues, una vez constituido, el Mellah llegó a albergar hasta 30.000 judíos, según relatan algunas fuentes, funcionando con total autosuficiencia, pues dentro de sus murallas la comunidad disponía de todo lo necesario para vivir. Ahora bien, salvo casos especiales —destacados comerciantes o miembros de la comunidad que desempeñaron trabajos administrativos—, los vecinos del Mellah padecieron condiciones de hacinamiento, hasta que en 1948, al crearse el estado de Israel, una inmensa mayoría decidió emigrar voluntariamente.
Hoy día pasear por las calles del Mellah de Marrakech es una invitación a descubrir esa otra ciudad que no suele figurar en las guías, permitiéndonos palpar la esencia barrial, la cotidianidad de un sector de la urbe que no está precocinado para el disfrute del turista.
Se puede ingresar a sus rojizos y laberínticos callejones desde la plaza des Ferblantiers, un espacio urbano poblado de palmeras donde se concentran numerosos comercios que venden productos elaborados con hojalata, hierro blanco y metales de todo tipo. Ya dentro del Mellah, vale la pena dirigirse a sus zocos, pues la práctica inexistencia de turistas hace que en ellos encontremos las mejores gangas de la ciudad, según afirman los locales. Especial mención merecen los sectores destinados a las joyas, donde se pueden adquirir bellas piezas de oro y plata elaboradas según las técnicas de orfebrería tradicionales, y el mercado de las especias, las cuales, según la costumbre local, se exponen en forma de atractivos conos. Los aromas de las hierbas, condimentos, jabones, cremas y perfumes os acompañarán mientras curioseáis por sus estrechas callejuelas.
Testimonio de la gran emigración acontecida a mediados del siglo XX es el hecho de que de las 30 sinagogas que el barrio llegó a tener hoy solo se conserven dos (Negidim y Lazama). Ambas pueden visitarse cualquier día de la semana con excepción del sabbat. Eso sí, llegar hasta ellas no resulta sencillo, aunque siempre estaréis a tiempo de pedir ayuda a algún vecino, quien, posiblemente a cambio de alguna propina, se mostrará encantado de guiaros.
Finalmente, no dejéis pasar la oportunidad de visitar el cementerio judío, pues su conjunto de túmulos, descrito por el escritor búlgaro Elías Canetti como un paisaje lunar, es uno de los rincones más impactantes del barrio.
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